El
pasado domingo cumplí un sueño: llevé por vez primera a mi hija Alba al Villamarín.
Y además colaboramos con una causa benéfica muy necesaria a favor de los niños
que padecen cáncer.
Llevaba
tiempo deseando llevar a Alba a estadio del Betis. Ella todavía no entiende de
qué va todo este circo que tanto le gusta a su padre. Con el tiempo lo entenderá
y, espero, que sea de manera inteligente, dándole la importancia que se merece,
que no es otra que la de un bonito y apasionante entretenimiento cargado de
sentimiento para que sea emotivo y más placentero y, como somos del Betis, más
sufrido. Pero para todo esto todavía quedan algunos años. De momento, con su
inocencia y su felicidad infinita, disfruta al máximo de cada cosa nueva que
descubre. Le fascinó ver a tanta gente cantando y tocando las palmas; saltó y
bailó como una hincha más cuando por megafonía pusieron el “oe, mucho Betis eh”
con la música de los Pet Shop Boys; recorrió la grada de Preferencia unas
cuantas veces; comió pipas y gusanitos con su amiga Claudia y su tito Joaquín;
y saludaba en la distancia a Palmerín. Al padre, obviamente, se le cayó la baba
al suelo viendo como su hija disfrutaba de una bonita mañana en el Villamarín. Y
también disfrute viendo a Gordillo por la banda con el tres a la espalda y las
medias caídas.
Dentro
de unos años, si ella quiere, iremos cada domingo de partido a Heliópolis para
ver a nuestro Betis del alma. No pienso obligarla a que profese la fe verdiblanca.
No voy a imponerle que sea bética. Le daré a elegir: o Betis, u otro deporte.
Elegirá sabiamente.
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